La semilla sembrada por Beatriz, llegada la primavera dio numerosos brotes de santidad en el convento toledano. Como en un jardín, predestinadas por Dios Padre, germinaron rosas, azucenas, violetas… cada una exhaló su perfume de amor y alabanza a su Dios Creador, Redentor, Santificador. Se consumieron, como su Madre Fundadora, de celo y honor en defensa de su Madre Inmaculada, manteniendo viva la lámpara que el Espíritu Santo encendió en su Madre Beatriz, acogiendo las palabras de Cristo su Esposo: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”. (Jn. 14, 23)
Fueron fieles a la llamada, cumpliendo la misión encomendada. Almas sedientas de Dios que cada día repetían: “Oh Dios, tu eres mi Dios, por ti madrugo, para contemplar tu fuerza y tu gloria…”(Sal. 62). Mujeres buscadoras con María del rostro de Cristo muerto y resucitado, en tensión continua hacia la ciudad futura, que en todo momento imploraron la misericordia de Dios; humildes y sencillas, como franciscanas, que habían comprendido las palabras de S. Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Gál. 2, 20), sin pretensiones humanas (Sal. 130). La Eucaristía fue su centro. Vivieron entre el dolor y la alegría, llenas de esperanza, anunciando con María las grandezas de Dios Amor.
Gracias a “La Margarita Escondida”, obra escrita en 1661 por una concepcionista de esta Casa Madre, Catalina de San Antonio, manuscrito original que se conserva en nuestro archivo, podemos destacar: